viernes, 19 de octubre de 2007

Las Dècimas en el Perù

Las oleadas de negros africanos importados hacia América, constituyeron, la mano de obra en los ingenios azucareros, en los cultivos de algodón, en la minería, en las construcciones y; la servidumbre de las casas haciendas. Si bien es cierto, que ellos llegaron después de un largo viaje, desnudos y encadenados, trajeron consigo un equipaje muy valioso: Una cultura propia con creencias mágico-religiosas, mezcla de lo sagrado y lo pagano expresado en sus cantos, bailes, danzas y costumbres. Es muy probable que en un principio usaran una mezcla de dialectos africanos para posteriormente adoptar un lenguaje, producto de la combinación, de patuá, creole o jergas originarias de Jamaica, Curazao y Haití —replana en el Perú—, con el español criollo.
Muchos de los que llegaron a nuestras costas, habían tenido una primera estancia o; nacido en Centroamérica. Algunos de ellos, fieles seguidores de sus amos por muchos años, aprendieron el idioma, los secretos de diversos oficios y artes, como el baile y la guitarra. Aglutinados en los galpones de las haciendas, en los valles de la costa peruana, el africano puro y sus descendientes fueron catequizados por los dominicos y jesuitas; ya como cristianos y bajo la dura realidad de diario vivir, mimetizan sus creencias ancestrales y la articularon con las festividades y santos católicos. Surgieron así la devoción de los negros por el Señor de los Milagros y la Virgen del Carmen.
Pero es en medio de la fatiga del trabajo, en la enfermedad, en la soledad, y en la alegría; donde germina la grandeza del arte afroperuano: cantan y bailan zamacueca, festejos, landó, alcatraz, inga, son de los diablos, agua de nieve, el toromata, panalivios y otros aires menos conocidos, pero tambien, crean, improvisan y recitan décimas. “Desde río Grande al cabo de Hornos, nuestros pueblos han empleado la décima para cantar, ignorando, las más de las veces, que también se llama espinela” (Ciro Alegría, 1960).
Muchas de las expresiones de arte afroperuano se extinguieron irremediablemente en el siglo XIX y primera mitad del XX, por el desaire y desprecio de parte de las elites aristocráticas y culturales, hacia todo lo que fuera arte popular, especialmente andino o negro. Cabe precisar, que la instrucción en la colonia a cargo de la iglesia fue escasa y la ampliación del servicio educativo por el Estado hacia las clases populares, se dio recién a partir de 1850. Quedaron, sin embargo, como muestras vivas, el contrapunto entre pícaros y talentosos recitadores y la fama dicharachera del afrodescendiente.
La décima, hasta la década de 1950, siempre había tenido las características de una expresión folclórica: anonimato, tradición, circulación y aprendizaje directos. Es, en este escenario, donde aparece la figura de Nicomedes Santa Cruz, cantante, poeta popular, recopilador, periodista, productor y musicólogo que rescata, estudia, promueve y difunde la décima en el Perú, con tal perseverancia y pasión, que logró establecer el yugo Décimas-Santa Cruz para la posteridad. Nicomedes, refiriendo sus primeros pasos dijo: “De niño mi madre me arrullaba cantándome décimas en socabón. Mis amigos de la infancia (en mi barrio natal de la Victoria), fueron hijos o nietos de decimistas. Ya mozo, trasladada mi familia a Breña (luego de haber vivido en Lince en la Hacienda Lobatón), entre marineras y tristes, alterné con los últimos decimistas limeños y chancayanos, septuagenarios morenos cuyas líricas contiendas remontábanse hacia los años 20...” (1).
De este antiguo arte de composiciones anónimas, transmitida oralmente entre generaciones, difundida a través de los viajes y cuyos cultores componían su vasto repertorio, aprendiendo los versos ‘de memoria’, el mismo Santa Cruz escribió: “...Décima tras décima, ya fuera ‘trabajada’ o ‘sabida’, vale decir creada o aprendida, era manuscrita en un cuaderno (a veces en las páginas limpias de viejos y voluminosos libros de contabilidad) con elemental caligrafía y curiosa ortografía, tan bozalona (*) como la lengua de aquellos taitas. Cuando no, era el único hijo alfabeto quien —sacrificando su solaz, holganza y diversión [...]—, con cuidadosa letra iba copiando las que dictaba el memorioso patriarca” (2).
Nicomedes Santa Cruz logra rescatar, de boca de auténticos cantores, docenas de décimas entre los cañaverales, arrozales, algodonales y jaranas de Piura, Lambayeque, La Libertad, Chancay, Cañete y Chincha. Santa Cruz, no sólo aparece como autor, sino que hace conocer a autores anteriores como Higinio Quintana, Carlos Vásquez y Porfirio Vásquez.
Es a partir de esta época, que la décima cambia de rumbo. Daniel Mathews (3), sostiene que podemos establecer tres diferencias entre los decimistas anteriores y el proceso que abre Santa Cruz: registro escrito y fonográfico; amplitud de temas; y profesionalismo. Dice además: “Hemos pasado a una forma de producir y consumir totalmente distinta a la de la oralidad tradicional. Por esa vía circularán otros decimistas como los que forman la agrupación Los Caballeros de la Décima: Roberto Arriola, Pedro Rivarola, Germán Súnico, Diego Vicuña. Por allí también pasa Juan Urcariegui, dando un paso que no estaba previsto en el desarrollo de la décima como forma de oralidad popular: publica un libro orgánico de más de 200 páginas”. (antua_rf@yahoo.es)
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(1), (2) SANTA CRUZ, Nicomedes (1971), ‘Décimas y Poemas, Antología’ , Campodónico Ediciones S.A., Lima.
(3) MATHEWS, Daniel (2004), ‘Nicomedes transformó la décima’ Docente de UNMSM, Identidades, El Peruano.
(*) BOZAL: El negro esclavo que desconocía casi, o fingía desconocer, el lenguaje civilizado. Según N. Santa Cruz

viernes, 3 de agosto de 2007

2.66 La Lisura Limeña

Qué bien hablaban los limeños de antaño. «Repitieron la cadencia bíblica y el molde clásico —según José María Eguren—; pero lucieron estilo propio en sus vagares e impresiones festivas. Raro es el limeño que no haya escrito alguna copla o intentado una aventura» (1).
Fueron los cronistas viajeros los que atribuyeron a los limeños, y a la limeña en especial, ciertas peculiaridades y gracias exclusivas que luego los tradicionalistas se encargaron de perennizar. Limeñas, de las que se destaca su famosa «pequeñez increíble del pie, que contrasta con la largueza del ingenio porque: a la propiedad de ser todas chistosas y decidoras, corresponde el genio alegre naturalmente y risueño, acompañado de un semblante agradable y obsequioso» (2). Una de esas gracias es la mentadísima lisura limeña, que generalmente, tiene mucho que ver con la timidez, o más bien con la desvergüenza en la relación con los demás y que, para decirlo de la manera más simple, no es otra cosa que el mismísimo atrevimiento pero con ingenio, con chispa.
— Así que el fulano se quiso propasar con la hija del compadre... ¡que tal lisura!.
¡Que tal lisura! Es la expresión que aún se escucha decir, a menudo, al reprobar alguna acción considerada irrespetuosa.

— Oye, échale una papa más al caldo... que ya hueles a cementerio.
— Negra, si eso que llevas allí... es veneno... ahorita me suicido.

— China tus ojitos me ponen loco. Cada día están más lindos...
— Ay, y a pesar de las ‘cosas’... que tienen que ver los pobres.

De frases como éstas está lleno el habla popular del limeño. Pero no sólo cuentan la rapidez y el ingenio en la respuesta. Es la espontaneidad y naturalidad con que son dichas, lo que eleva a dicho hablar, al nivel de gracia encantadora y genial.
La lisura limeña es una de esas características, de difícil definición, atribuidas a los limeños. Para Sebastián Salazar Bondy, es «esa maliciosa hechura del desahogo humoral que punza como el florete y que, sin embargo, formalmente, no acusa herida ni entraña ataque a cara limpia» (3), destacando su cualidad inofensiva a pesar de su carga contestataria, pero a la vez llena de picardía y; cita luego a Max Radiguet para quien la lisura es: «un modo de decir chispeante y ligero, que no alcanza nunca a ser pesado y malévolo, y que en las mismas lesiones que causa burla burlando pone, al mismo tiempo, el bálsamo que palia y cicatriza». Eguren (1931), coincide en lo fundamental del concepto y reafirma lo limeñísimo de la lisura cuando dice de las limeñas: «Con corazón, sin corazón; pero siempre en la gracia y lisura que les son propios; lo es la gracia por sutileza ingenua y la lisura por ser una palabra inventada por ellas, y porque les pertenece en concepto. Lisura es una candorosidad picaresca que tiende al rojo, pero se queda en rosa. Se diría que cada limeña es una lisura, es decir, una rosa, una nubilidad sin espinas».
Un matiz característico de ésta es la actitud irreverente, muy de moda ahora último y que se evidencia al no dejarse intimidar por una supuesta superioridad o autoridad del interlocutor. Dicho de otro modo, no tener en cuenta el sexo, edad, cargo, título, etc., en el instante de decir lo que se debe, se tiene o se quiere —con ingenio y picardía, claro está— ante una opinión, crítica o agravio.
Estaría pues, lejos de considerarse dentro de esta característica, la actitud necia de aquel personaje que so pretexto de ‘caer en gracia’, intenta poner ‘chapas’ a todo el mundo, burlarse de todos y contar chistes en todo momento, logrando por el contrario, constituirse en el antipático o el ‘pesado’ del grupo. Cuando deviene de una actitud preconcebida y actuada, la gracia pierde todo su encanto, como es el caso por ejemplo, de algunos de los actuales ‘conductores’ de televisión.
— Luchita le dijo sus cuatro verdades al tipo ese... ella ‘no se dejó’.
En este caso, la respuesta que no se hace esperar, pertinente y oportuna llena de desenfado e insolencia pero impregnada de picardía, o la acción misma de emitirla, se considera como ‘no dejarse’. Pero ante una frase o comentario cargado de ironía lanzado a un grupo, sin especificar destinatario, surge siempre un ‘al que le caiga el guante... que se lo chanque’.
Es así cómo, la desfachatez o lo irrespetuoso del mensaje, aunque provocativo y desafiante no llega a irritar, más bien, produce gracia por lo ocurrente y chispeante, razón por la que quizás, el propio Terralla y Landa —maligno enemigo de Lima—, afirmó «que las limeñas son ‘ángeles con uñas’; con lo cual no sabemos si está haciendo un reproche o, por lo contrario, esbozando un piropo» (2). El agravio convertido en caricia, como respuesta a una afrenta. He allí, el encanto de la lisura limeña.
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(1) EGUREN, José María (1959) “Motivos Estéticos”, Recop.: Estuardo Núñez, Lima: Patronato del Libro UNMSM.
(2) MIRO QUESADA S., Aurelio (1958) “Lima, Tierra y Mar”, Lima, Perú: Editorial Juan Mejia Baca.
(3) SALAZAR BONDY, Sebastián (1974) “Lima La Horrible”, Biblioteca Peruana, Lima, Perú: Ediciones Peisa.

viernes, 29 de junio de 2007

20. La Virgen del Carmen de Lima

Julio no es sólo el mes del aniversario patrio, también se celebra una de las fiestas religiosas más tradicionales de la Ciudad de los Reyes: la fiesta de la Virgen del Carmen de Lima, Patrona de los Barrios Altos, Reina Coronada del Criollismo y Alcaldesa Perpetua de la Ciudad de Lima.
En un amplio solar de los Barrios Altos, Don Domingo Gómez de Silva y Doña. Catalina María Doria inculcaron desde 1619, la devoción por la Virgen del Carmen, allí, ya se veneraba una imagen de la Virgen que fue tomada como patrona de la primitiva capilla dedicada a su veneración. Esta imagen es conservada por La Fundadora del Monasterio.
Es la madre superiora María de San Agustín, fundadora del monasterio de Lima, que una vez establecida en Quito y conocedora de las necesidades por las que atravesaba el templo y el claustro después del terremoto de 1655 envió al convento que la vio crecer espiritualmente, la imagen de Santa María del Monte Carmelo (que se venera hoy), pieza del extraordinario arte de la época como fue el de la renombrada escuela quiteña, representada por Manuel Chilli ‘Caspicara’, seguidor del movimiento barroco del XVII.(1)
Para apoyar la veneración y su futuro como monasterio, se fundó en 1627 la Hermandad de la Virgen del Carmen, se estableció en 24 el número de hermanos que portarían el santo escapulario de la Virgen Santísima; y se fijó como fecha para la fiesta principal el tercer domingo del mes de Julio de cada año. La devoción, decayó en los años de lucha emancipadora pero es en la República, a mediados del siglo XIX, que en la zona de clase media y humilde de los Barrios Altos empieza a florecer el fervor hacia esta venerada imagen.
A inicios del siglo XX, cuando surgen los grandes valores de nuestra música, no tardan en encomendarse a la Virgen del Carmen para que los ampare, ya que su templo se encontraba enclavado en el mismo corazón barrioaltino y desde el cual, la Virgen podía brindar su protección a los precursores de nuestro acervo cultural. Aunque no se tengan datos ciertos para afirmarlo, de Felipe Pinglo siendo vecino del Monasterio (calle del Prado) no se duda que haya tenido cierta devoción. También, Alejandro Ayarza “Karamanduka”, que viviera sus últimos años a pocos metros del templo. Y Alberto Condemarín y Carlos A. Saco que vivieran en el barrio e hicieran de sus calles, el centro de sus recorridos bohemios.
Es así que este populoso barrio adopta la devoción de la Virgen del Carmen, y la hace tan suya que no duda en considerarla una Dama más, una vecina que comparte sus jaranas con guitarras y con cajón. Pues, según la creencia popular, la Virgen es tan limeña y gusta de la jarana que, en una ocasión, vino a un callejón y hasta bailó, como se debe, los ritmos criollos. Ya no es sólo la Virgen de los Barrios Altos, sino su patrona, la que ha logrado unir a todos en un mismo sentimiento, desde Cocharcas hasta el Cercado, de las Carrozas hasta la Buena Muerte, todos la proclaman con orgullo como su Reina y Patrona.
De esta forma se da inicio a una tradición que se ha conservado por más de un siglo y que sigue siendo el sello de identidad del culto popular a la Virgen del Carmen de Lima. Cada 15 de julio, en las puertas de su templo se brinda una tradicional serenata criolla para homenajear en su día a la Reina Coronada del Criollismo, organizada por los compositores y artistas criollos.
Augusto Ascues (L. Villanueva, J. Donayre, 1987)(2) cuenta: «...el 16 de julio nos reuníamos para la fiesta de la Virgen del Carmen, todo los amigos y residentes de estos barrios. Se hacían castillos de fuegos artificiales y las vivanderas vendían buñuelos, picantes, anticuchos y picarones, todo se vendía en mesitas. Era bonito sentarse allí a comer y conversar. La víspera de la fiesta se quemaban los castillos, y al otro día salía la Virgen en procesión. Y todo el tiempo estaban las vivanderas, con mucho colorido. Después de la procesión, sobre un tabladillo, cantan los criollos. Yo llegué a cantar durante las fiestas con mi hermano Elías y [Luciano] Huambachano, que era el organizador de todo esto. En ese tiempo los tres éramos un trío...». Otro conocido y activísimo devoto fue, el tradicionalista Gonzalo Toledo Crovetto.
También poetas y escritores han dedicado bellas líneas a la Virgen del Carmen; pero es un vals jaranero, ‘Se va la paloma’ escrito por Cesar Miró con música de Filomeno Ormeño, el que describe “con más gracia, y costumbrismo, con más sabor musical” (Jorge Donayre) la criollísima fiesta del Carmen. Lo grabó el mismo Filomeno Ormeño y su conjunto; en versión Alicia Lizárraga se hizo muy popular y, luego muchos cantantes y conjuntos lo entonaron: “Vamos a la fiesta del Carmen negrita,... Vamos que se acaba ya la procesión,... Vamos a bañarnos en agua bendita,... a ver si podemos lograr el perdón... Estoy en pecado por tu cinturita...”.
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(1) perso.wanadoo.es/virgencarmenlima/carmendelima.

(2) Lorenzo Villanueva R., Jorge Donayre B., (1987), Canción Criolla, Antología de la Música Peruana, Edit. Latina, Lima.

sábado, 23 de junio de 2007

El Còdigo Criollo

El arte, en especial el de arraigo popular, trasciende a la efímera existencia del hombre, durante la cual éste, recepciona, asimila y emite su creación. La belleza de la poesía y la música nuestras, fijaron su residencia en el corazón de nuestros primeros artistas criollos y ellos, se valieron del sentimiento y la emoción para trasmitirnos esa tierna energía a través de las generaciones, logrando tejerla en nuestra piel y grabarla en nuestra memoria.
Pero muchos no entienden, por ejemplo, porqué los viejos cantores nunca dejan de cantar, siempre siguen apareciendo nuevas figuras, las guitarras y los cajones no dejan de fabricarse en los talleres ni, en las tiendas musicales, éstos dejan de venderse.
Es difícil, después de haber crecido, estudiado y trabajado, —aún sin haber nacido en estas tierras—, no enamorarse de ellas. Como es difícil dejar de amarla, después de haber tenido la oportunidad —tan sólo una— de emocionarse, al escuchar algunas notas de su música criolla.
Al comentar el Vol. 2 de Guardia Nueva / Guardia Vieja, Francisco García Silva (2005)* se refiere precisamente a un código criollo: «...Puede parecer abstracto o hasta incomprensible, pero la verdadera realidad se encuentra codificada en ese halo que no se sujeta al tiempo ni al espacio [...] y se presta a ser observado, sentido, imaginado y recreado en el corazón de nuestra gente [...] con el espíritu de quienes poseen esa misteriosa, poderosa y a la vez sutil energía adscrita a su naturaleza etérica...».
Quizás sea la variedad y la intensidad de los componentes que constituyen esa intrincada urdiembre, que es nuestra cultura criolla, los que crean ese aroma de misterio y encanto que aún la cubre. Es tan apasionante intentar establecer, cómo es que se combinaron signos tan disímiles y distantes, como aquellos de los palacios austriacos y los pertenecientes a los ritos africanos. Sorprende también cómo nuestros autores populares de ayer, pudieron alambicarlos a ritmo de guitarras y cajón en el humilde pero a la vez noble callejón limeño —esa venerable cátedra del criollismo—. Blancos, negros y mulatos supieron convertir su música, su alegría y ternura, en energía transferible, que por los íntimos puentes imaginarios entre el pasado y el presente, nos fue transferida.
¿Pero tenemos los criollos alguna extraña facultad para reconocernos, juntarnos y comunicarnos?. F. García Silva también dice: «...tenemos que comprender o al menos aceptar que existe una infinita energía que proviene de nuestro corazón y que está enlazada al universo entero, más allá de las barreras del entendimiento, y que al trasmitirla y recibirla en ese divino y misterioso circuito, nos hacemos más hermanos y más puros, conocedores de lo que amamos y profundos amadores de lo que sentimos...».
Por todo ello, esta ventana está dedicada a todos aquellos que aún vibran con nuestras tradiciones y música criollas y para los que, en cualquier rincón del mundo donde estén, algún día descubran, —cuanto más pronto, mejor— que también llevan grabado en ellos, su código criollo.

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* Francisco García Silva (2005), El Código Criollo, Una reflexión en tiempo de valse, El Dominical de El Comercio, Lima, 30 de octubre.

miércoles, 20 de junio de 2007